XIV. Frustraciones internas plasmadas en paredes de gotelé
Se solía comentar, aunque en verdad nadie lo comentaba, que la mujer pseudo-gnomo era una mujer reservada e insociable, por lo que nadie intentaba socializarse con ella, exceptuando a la señora de los mil males. Pero la mujer pseudo-gnomo no era insociable, sino que era socialmente selectiva.
Pese al soberano repudio que solía tener a la gente, sobre todo a la gente desconocida y a los lugares masificados, que para ella eran la viva imagen de un corral de cerdos, en ocasiones, y sólo en ocasiones, disfrutaba hablando con gente en los ascensores. Siempre bajo dos condiciones:
I. Que los individuos fueran totalmente extraños para ella, ya que la idea de crear un vínculo no deseado con alguien a quien ya había rechazado con anterioridad no le agradaba demasiado.
II. Tener la certeza, más o menos fiable, de que no iba a volver a saber nada de esos individuos.
Cumplidos estos requisitos indispensables, la señorita Gómez de Miranda Pérez de Loyola participaba activamente en esas apasionadas conversaciones de 30 o 40 segundos. Realmente ansiaba esta sociabilidad espontánea e incierta, algo que jamás reconocería públicamente.
A veces, si al subirse al ascensor presentía que su acompañante era alguien merecedor de un breve parloteo, picaba en el piso equivocado para alargar la situación.
Para ella eran minihistorias. Amistades de 30 segundos, con un final y principio perfectamente determinado que no dejaba lugar a dudas. Sabía que tenía muy poco tiempo para mostrarse a los demás como la tipo de pseudo-gnomo que era. Odiaba hacer cosas que supusieran un gran esfuerzo, pero si las hacía las acababa. Igual que a todo hijo de vecino, le llenaba de orgullo y satisfacción cumplir sus objetivos, del mismo modo que no soportaba el hecho de dejar relaciones a medias. No quería amigos para de vez en cuando o exparejas con situación indefinida. Su única excepción tal vez era su amiga de ultramar y, por desgracia, el hombre de la bufanda amarilla, aunque en este caso no era por iniciativa propia. De esta forma, el principio y el fin quedaba de sobra marcado, y las dudas no existían, ni tampoco los problemas. En cierto modo tampoco existía profundidad en aquellas relaciones, que se definían por su simpleza, pero ella ya tenía la profundidad necesaria en su vida y no quería nadar más abajo.
La gente no era previsora, no calculaba, no pensaba. Eran idiotas conducidos por un burro todavía más tonto que ellos.
Había huelga de metro, pero parecía el puto apocalipsis de Madrid. La mujer pseudo-gnomo ansió tener un largo palo entre sus manos, en posición horizontal, para poder ir abriéndose paso mediante el arrollo masivo del populacho, pero no pudo hacerlo porque ella también pertenecía a ese sector, aún así, era vulgar y genuina, especialmente distinguida, pero igual en esencia. Mientras se imaginaba como Moisés, pero a su modo, fue dando pasitos hasta conseguir llegar a las veneradas escaleras mecánicas que le condujeron a visitar a su propio dios, el presidente de la luz, el Sol, el viento y el olor neutro.
Cuando por fin pudo salir de la estación de autobuses se acercó lo más rápido que pudo a la única calle despejada que vio, aunque suponía un leve desvío, lo prefería antes que ser aplastada por los viandantes, ya había tocado a suficientes desconocidos en lo que llevaba de día.
Paseó y observó las ventanas de los pisos, vio a una mujer en una habitación de hotel sacando su cuerpo al balcón. Contempló a un señor desayunando en un cafetería y se vio así misma reflejada en un escaparate de una tienda. Acto seguido se tuvo que poner la mano en el corazón, dejando, sin querer, caer su bolso al suelo.
Hasta donde llegaba su raciocinio los maniquíes no tenían vida propia, pero no había sido capaz de llegar a la conclusión de que era un dependiente el que se movía entre el cristal y la pared. El hombre pseudo-maniquí se rió de la mujer pseudo-gnomo. En una situación normal ella también se habría reído, pero había algo que no le dejaba hacerlo. El hombre pseudo-maniquí le resultaba extraordinariamente atractivo y su sonrisa no hacía más que tensionarle el cuerpo y la cara.
Ante esta situación tan incómoda, en la que los nervios y la razón no conseguían ponerse de acuerdo, recurrió a la mejor idea que le vino a la cabeza y echó a correr como una estúpida en la primera dirección que encontró, con la mala suerte de escoger una calle totalmente recta y sin desvíos perpendiculares donde doblar la esquina y desaparecer para siempre.
Cuando escuchó la voz de hombre pseudo-maniquí quiso meterse en un ataúd de por vida, o tener el poder de atravesar el suelo e introducirse instantáneamente en uno de los metros que tendría que estar aireando sus pies a través la rejilla que se encontraba pisando, pero claro, había huelga de metro, por lo que, ni con superpoderes, podría haber escapado de aquella situación.
Tras girarse y observar al hombre que la llamaba, entendió el motivo de ser perseguida. En una mano, el hombre pseudo-maniquí sujetaba un brazo de plástico, del cual no había podido desprenderse por las prisas de alcanzar a la pequeña mujer de cabello negro. En el otro, se hallaba su propio bolso.
Ahora sí que no tenía escapatoria, si no fuera porque este trozo de tela contenía sus llaves de casa y las tarjetas que la identificaban como ciudadana española y humana capacitada para la conducción de vehículos de la clase B, podría haberse ido de allí, pero no tuvo más opción que acercarse al hombre que le tendía su bolso con el brazo y con un gesto seco y repentino e intentar hacerse con él.
El hombre que aparentaba tener 26 años, el cual medía unos 25 cm más que ella y del cual todavía no conocía nombre alguno, levantó el brazo levemente. La mujer pseudo-gnomo habría rebuscado en su bolso la poca dignidad que le quedaba, pero al haberle sido arrebatado pegó un pequeño salto y, efectivamente, hizo el ridículo. Terminó accediendo al contrato oral y, tras 5 minutos de charla en medio de la calle, el hombre pseudo-maniquí le devolvió el bolso, con la condición de que algún día le correspondiera el favor invitándolo a un café. La mujer pseudo-gnomo no quería hacer de nuevo el ridículo por lo que, en parte motivada por este razonamiento, y en parte por la propia labia del muchacho dudó durante unos instantes.
- No puedes obligarme a ello -concluyó finalmente.
- Claro que no, pero pareces alguien de fiar, algo me dice que no eres de las que incumplen promesas.
- Yo no te he prometido nada.
- Lo has hecho, aunque sea indirectamente al aceptar este trato.
- Los chantajes no son tratos.
- Muy bien, yo seré un chantajista, pero tú entonces eres una mujer sumisa y dependiente, que no es capaz de valerse por sí misma, ni de recuperar su bolso, muy bonito por cierto, por medios lícitos y responsables.
- Bah, lo que tú digas, ni siquiera te conozco.
- Pues yo siento que te conozco desde hace mucho, pero que hasta ahora no he sabido encontrarte.
Le costó continuar con la batallita entre extraños, sentía admiración por la gente distinta, la gente especial que era capaz de comportarse de ese modo sin pensar y darle vueltas a los comportamientos establecidos por un falso ente social. Quizá sus padres fueran el principal motivo por el que ella siempre había luchado contra esos valores pero jamás había conseguido superarlos. La situación se agravaba debido a la atracción física que sentía por aquel extraño de tres brazos, atracción que no había sentido ni por el hombre de la bufanda amarilla.
- De acuerdo, como quieras, pero no te prometo nada
El hombre pseudo-maniquí sonrió de nuevo, y la mujer pseudo-gnomo sintió furia por estar tan desprotegida ante esa situación.
Finalmente se despidió como pudo, y se largó lo más rápido posible de aquella calle. Tras hacer algunas gestiones básicas en la ciudad volvió a su barrio y se acercó a un Mercadona. Una vez dentro se tomó su tiempo, ejercicio que necesitaba realizar tras experiencias intensas, para repasar la lista de cosas que necesitaba para su piso. Lo primero que hizo fue dirigirse a la zona de mascotas y coger una bolsa mediana de comida de perro, después se decantó por la comida de humanos, por lo que se acercó a la zona de hortalizas. Agarró, muy selectivamente, algunos de los más aparentemente apetitosos tomates que vio, despacio y con cuidado, intentando mantenerse ocupada para no pensar en exceso.
Una vez en la bolsa, una vez pesados, una vez resbalada y topada la mujer pseudo-gnomo con un palé lleno de naranjas, sus tomates rodaron por el suelo, el mismo sitio a donde fue a dar su cabeza.
Enseguida una reponedora se acercó a ella y la despertó de su letargo. La mujer pseudo-gnomo se levantó. Hacía años que no se sentía tan avergonzada, recordaba que la última vez había sido en una presentación de un trabajo de la universidad, en la que había escogido un tema que no existía en la guía docente y no se enteró hasta que acabó y el profesor sugirió la posibilidad de que se hubiera equivocado de clase. Entre esa situación, las risas de sus compañeros y que hablar en público hacía a la mujer pseudo-gnomo sufrir como casi nada en este mundo, el resultado fue que no apareciera por clase durante dos semanas, aunque su viaje a la sierra con su amiga de ultramar, que entonces era simplemente su amiga asecas, también influyó.
Cogió su comida de perro, y desapareció como pudo, dejando tras de sí un pasillo anaranjado. Después corrió a la primera caja que vio y pagó por la comida de su cachorro.
Una vez en casa, protegida del horrible mundo exterior, y muy segura de que iba a soñar con esa escena durante los próximos días, llegó a la conclusión de que trasnochar se había convertido en su rutina, aunque teniendo en cuenta el punto en el que se encontraba su vida, no le suponía un gran sacrificio. Se le acumulaban los pensamientos indeterminados, la bandeja de entrada de su correo electrónico se le llenaba cada día de 20 mensajes que no le aportaban ninguna utilidad, mandados por webs a las que se había suscrito anteriormente y que no consultaba nunca, participaba en diversas aplicaciones y comprobaba espacios interactivos que siempre permanecían estáticos.
El encontronazo con el hombre pseudo-maniquí había sido totalmente inesperado, y le otorgaba a su pequeña cabecita la resolución, o más bien, materialización, de muchas de las dudas y deseos que llevaban un tiempo persiguiéndola por las noches.
Mientras llevaba a cabo la tarea de acariciar a Rigoberto Volador, que se había convertido en la labor más rutinaria de sus vacaciones, introdujo su mano libre en la bolsa de comida para perros y acercó una bolita a su nariz, donde pudo comprobar que, si no fuera por pensamientos externos y ajenos al sentido común, se habría cebado a base de ellas.
Se cabreó consigo misma por seguir inconscientemente las reglas de una sociedad de la que casi nunca estaba de acuerdo, por lo que finalmente accedió a probar una. Tras la primera vino la segunda, y después la tercera. Justo cuando la mujer que se cebaba a base de helado de gofio estaba a punto de convertirse en la mujer que se cebaba a base de bolitas de comida de perro del Mercadona, llegó a una conclusión que le hizo frenar de golpe el ritmo de su empachamiento. Su día a día, se estaba convirtiendo en una lucha por encontrar un hueco de tiempo en el que sentarte en la taza del váter, y sincerarse consigo misma. La situación fetal le ayudaba a aclararse, el calor concentrado en el cuarto de baño tenía doble efecto anestesiante e inmaculado y entre una cosa y otra, conseguía salir de aquel cuarto con la mentalidad algo cambiada.
Terminó apartando la bolsa de perro y satisfaciendo sus deseos primarios gracias un tupperware de macarrones de la semana pasada, después se fue al baño y recordó su paso por la universidad, que había sido una época feliz de su vida, y que tampoco estaba tan lejos de su presente. Fueron unos años de escapismo familiar, ya que se fue de casa, aunque sus padres sólo vivían a 1 hora en transporte público de la universidad. Supuso también una época de amplitud en las relaciones personales, nunca antes se había relacionado de esa forma, siempre había sido una chica solitaria, autónoma, independiente sola: triste por dentro y sin emoción por fuera. En la universidad pasó a tener dos amigos, lo que era mucho más de lo que la mujer, en este caso universitaria, pseudo-gnomo podría haber llegado a esperar jamás, su amiga de ultramar era una de ellas, Eduardo Manzano, del que hacía dos años y tres meses que no sabía nada, el otro.
De pronto se le iluminó el rostro. Quizá necesitara hablar con Eduardo Manzano, aunque antes recordó que tenía cita con su psiquiatra por lo que se lavó las manos, cogió sus llaves de casa y se preparó para la que sería su tercera vergüenza del día.
5 Comentarios Kracovianos:
Es extraño volverte gnomo de repente...
Demasiados momentos de vergüenza en un día.
Siento que, cuanto más leo, menos sé de la mujer pseudo-gnomo... probablemente porque cada vez me parece más humana.
has cambiado el amarillo por un doradito? se lee mejor así
Vaya, que curioso...hacia mucho que no me pasaba, pero la señrita Gomez de Miranda sigue tan suya como siempre. Me gusta que vaya al mercadona, y me gusta Rigoberto Volador =)
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