XIII. Decisiones deliberadas bajo la sospecha de un importante complot familiar
Salió de la casa de sus padres, su antigua casa con convivencia familiar, de la cual sólo quedaban las cenas mensuales. Estaba más cabreada que de costumbre en estas situaciones. Buscó en su bolso de tela las llaves de su vieja pero molona y naranja Volkswagen y entró en su querida furgoneta, que también había sido testigo de la primera emancipación de la señorita Gómez de Miranda. En cuanto pudo aceleró. Ir rápido le calmaba, y, puesto que odiaba el tabaco y no tenía café al alcance, la velocidad era su único modo de volver a regresar a su casa y a su estado de tranquilidad relativa anterior.
Ir a 80 o 90 por las urbanizaciones residenciales de lujo e incluso llegar casi hasta volar al pasar los badenes era como dar una patada a los comentarios que su madre había hecho tan sólo 10 minutos antes, o como borrar los suyos propios, de los cuales ahora se arrepentía. Paulatinamente se fue calmando, algo que se vio reflejado en la velocidad del automóvil. Se moría de ganas de llegar a su piso y meterse en el ropero de la entrada, con Rigoberto Volador haciéndole compañía. El armario era su sitio favorito de la casa para pensar, junto con la bañera y la taza del váter. Estrecho pero confortable, pequeño, perfecto para la ocupación de una persona y con olor a suavizante, olor que ella no percibía porque era el suyo propio. Por todo ello, este era el sitio indicado para dedicarse exclusivamente a repasar los asuntos que le reconcomían las entrañas de su cerebro, hasta que le entraba hambre y se iba a la nevera a por una ensaladita.
Pero ni Rigoberto Volador, ni su ropero empotrado estaban con ella en ese momento, en el que el volante de la caravana era una extremidad más de su cuerpo. Respiró profundamente y se calmó del todo. Empezó su propia terapia analizando la situación ocurrida. Había pasado mucho tiempo organizando aquel verano, con el objetivo de recuperarse del todo de sus males, y lo debía hacer sola, como una experiencia de autosuperación y egoísmo propio. Tenía tantas cosas a medio hacer que llegaba a olvidar como las había comenzado. Con todos estos planes ya establecidos y casi asegurados surgió la noticia de que sus padres habían organizado un viaje familiar con ella y sus tres hermanos varones.
Ella indignada porque nunca atendían ni preguntaban, sino que actuaban por cuenta propia sobre su vida, como siempre habían hecho con todo el mundo. Ellos disgustados por tener una hija que no sabía apreciar los regalos.
Pese a las malas relaciones que solía tener la mujer pseudo-gnomo con sus padres, debía, y solía, participar en estos encuentros familiares. Los problemas eran básicamente debidos a diferencias sustanciales y quizás generacionales que, salvo en dos o tres ocasiones, no fueron situaciones extremas. Todo se resumiría en que, de poder, la señorita Gómez de Miranda habría cambiado muchas cosas de sus padres, sobre todo durante su niñez.
Zanjó el asunto, tendría que modificar o cancelar sus planes. Encendió la radio y se puso a cantar mientras la música sonaba casi al límite de volumen máximo. Enseguida se cansó y la apagó, quería escuchar como el coche avanzaba solitario por la carretera. Al día siguiente tendría que ir de compras, por lo que ordenó sus prioridades y las clasificó en su lista mental. Entre el cabreo y la conducción se le había quitado el sueño, que regresaría a ella en cuanto dejara el coche en la plaza de garaje del parking del piso de su amiga de ultramar y se transformaría en repudio personal cuando se despertara a las 8 y 15 dentro del ropero de la entrada de su piso.
Absorta en sus pensamientos se puso a intentar recordar la causa de los continuos enfrentamientos entre ella y sus padres. Los Gómez de Miranda no eran precisamente una familia modelo. Normalmente no discutía con los dos, sino que las circunstancias de cada momento habían llevado a que estas discusiones se produjeran siempre de forma particular con alguno de ellos. Los problemas con su padre constituyeron toda su infancia y principio de adolescencia, a su madre le tocó la adolescencia y la madurez.
El señor Rodolfo Gómez de Miranda se pasaba el día trabajando en su bufete de abogados, mientras que una jovencísima pseudo-gnomo ansiaba la llegada de las vacaciones para poder jugar con su padre y llevar a cabo sus planes de construir un fuerte y una casa del árbol en la parcela de Alicante. Durante estos años, Rosita, contratada como empleada del hogar, pero que realizaba la función de madre a efectos prácticos, se encargaba de su cuidado. Cocinaba, limpiaba, jugaba con ella y le ayudaba con los deberes del colegio, mientras que su madre se gastaba la paga semanal que su marido le cedía en el casino. Pero esto no fue siempre así, cuando la niña pseudo-gnomo fue lo suficiente mayor como para encargarse de sujetar el cubo de monedas, pudo acompañar a su madre en sus tardes de adicción. Con el cigarrillo en una mano y la palanca de la máquina tragaperras en otra, su hija contemplaba el espectáculo de luces y colores del que rutinariamente era testigo.
Tendría la musiquita de la máquina tragaperras clavada en el cerebro para el resto de su vida. Con 10 años ya ayudaba a su madre a base de darle “suerte” como mano inocente. Sentada sobre su madre tiraba de la palanca a la espera de la gran combinación. Con algo más de edad comprendió dos cosas: que las 100 partidas iniciales con las que su madre comenzaba cada tarde se convertían casi siempre en el doble o el triple, a base de transformar dinero real en monedas plateadas de casino y que con 11 años ya era fumadora pasiva.
Ese mismo año su madre se quedó embarazada de su segundo hijo, por lo que la situación dio un vuelco. La recepcionista frustrada abandonó el casino y volvió a ejercer de madre, si es que alguna vez lo había hecho, dejando a Rosita encargada únicamente de las tareas del hogar.
La mujer pseudo-gnomo tampoco olvidaría jamás el olor de las monedas del casino en sus manos tras una tarde madre-hija. Este olor se mezclaba con el de ceniza de tabaco, ya que la señora Dolores Pérez de Loyola usaba el cubo de monedas también como cenicero. Siempre el mismo casino, siempre la misma máquina, siempre la misma marca de cigarrillos. Nunca supo si su madre era una adicta o si simplemente era su forma de quitarle tensión a su frustración interna. Frustración que su hija tardó varios años en descubrir.
Con la adolescencia, las peleas pasaron al bando materno, pero no como norma absoluta. Con sus tres hermanos no existían demasiados conflictos, sus 12 años de diferencia de edad con el primero y sus más de 17 con el tercero, hacían de ella una hermana lejana, una prima segunda que no había formado parte de sus vidas, exceptuando cenas y comidas puntuales y algunas vacaciones familiares, como las que se avecinaban en ese momento.
2 Comentarios Kracovianos:
uuu
la pseudo me vigila...
guau. Que forma de hacer pasar el tiempo...
Publicar un comentario