XII. Conurbaciones anacrónicas al estilo vietnamita
Una mañana más, encontrábase la mujer pseudo-gnomo metida en la cama sufriendo un absoluto estado de ensoñación, sólo perceptiblemente placentero cuando uno ya ha despertado. Así ocurrió, los golpes destructores del despertador hicieron su trabajo sin apreciable queja o resigno, como cada día.
Objeto despreciado, pero uno de los pocos que no se elijen por su apariencia. En materia de despertadores la gente no es superficial, buscan el despertador que peor suene y más ruido haga, buscan un objeto que les haga pasar una mala experiencia, la primera experiencia del día, porque saben que es mejor el remedio que la enfermedad.
Y aunque la mujer pseudo-gnomo ya estuviera enferma, y remedios pocos le quedaran, había perdido la plantita que le daba anacardos y monedas de 2 euros por partes iguales en una desastrosa visita a la tienda de jardinería, dos manzanas de distancia de su piso, por lo que debía levantarse cada día para ganarse el pan, la fruta, la leche y el alquiler.
Comenzó su rutina. Se levantó, se duchó, se secó, se encremó, se cepilló, desayunó, dio de comer a Rigoberto Volador, miró la calle por la ventana y, como cada domingo, se volvió a la cama esperando despertarse más tarde dentro de una vida con algo más sentido, como la de un jarrón decorativo.
Llegada la hora oficial de levantarse para un día no lectivo, y ya duchada y desinfectada con anterioridad, la mujer que hacía tiempo que ya no se cebaba a base de helado de gofio, redesayunó. Esta vez sentada en un taburete alto de madera, de pecho a la encimera y de cara a la ventana del patio de su bloque de pisos, y volvió a contar los 23 ladrillos horizontales que surcaban la pared de enfrente y los 12 verticales que había del piso 4 al 3.
La mujer pseudo-gnomo sabía en el fondo de sus adentros que ese espacio estaba mal aprovechado, sabía que debería tener una utilidad, más allá del listo del bajo que podía poner todas las plantitas que el resto ansiaba cuidar o de que se desprendieran las prendas del cordel, algo que, pese a la supuesta imposibilidad semántica de la lengua castellana, ocurría casi a diario.
Terminó su chocolate pero no se levantó, siguió sentada y mirando, tapada con su manta, ya que, pese a que la primavera ya había llegado hace tiempo, seguía haciendo frio por rachas, rachas que coincidían con el ánimo de la señorita Gómez de Miranda, que recordaba, sin poder evitarlo, su tan deseado exilio en Noruega, tiempo en el que fue feliz y tuvo los pies más suaves que nunca. Allí descubrió que algunos clichés eran ciertos y puedo comprobar que existían los lugares agradables en su totalidad. Pero por circunstancias de las cuales dependía, como la comida, el cobijo ante temperaturas extremadamente frías o dificultades idiomáticas, tuvo que regresar a su país natal. Pensaba volver y quería hacerlo pronto.
Dejó los restos de su redesayuno encima de la encimera, a la espera de que otra pseudo-gnomo, más sumisa y servicial, los limpiara, se acercó a su estantería de madera de ébano y agarró su última adquisición literaria: Las cenizas de los que nunca fueron dignos de aparecer en una novela, del que le quedaban dos capítulos y medio.
Cuando acabó, agarró a Rigoberto Volador y jugó con él durante 5 minutos.
Se sentó, ahora en el sofá que daba a la ventana de la calle y se puso a reflexionar sobre el libro, colocó sus cascos Roland en sus orejas mientras escuchaba el O Fortuna e imaginaba a los viandantes aproximarse hasta su muerte.
Aprovechó las interrogaciones para sacar sus propias conclusiones, leyó la información del escritor, ruso y entrado en edad. Recordó la conversación que había tenido con un intelectual ruso hace tiempo, no fue capaz de mantener esa conversación al mismo nivel, o al menos eso pensaba.
- Terminarás hablando solo, había dicho la mujer pseudo-gnomo para concluir
- Me temo que no, le contestó el señor que mentía en sus dos definiciones.
Negada para obtener ideas con alguna lógica, y puesto que el brick de leche le otorgaba un 0% de inspiración, buscó cualquier otro objeto del piso con el que poder desvanecerse durante unos minutos, evitando ante todo bajar al badulaque más cercano a por bebida. Una vez encontradas las agujas y la lana en una de las cajas de debajo de su cama, no pudo evitar retomar el vicio de años atrás. Odiaba que las relaciones sentimentales mancharan cosas que nada tenían que ver con la historia amorosa, no soportaba que ciertas canciones que antes amaba ahora le produjeran repulsión, que algunas costumbres hubieran dejado de serlo y sobre todo no soportaba que extraños de la calle, con los que la mujer pseudo-gnomo ni tenía ni quería algún tipo de relación, compartiesen perfume con sus exparejas.
Volvió al libro, odiaba a la chica de las trenzas rubias, era inocente e idiota, siempre haciendo comentarios fuera de lugar, con respuesta obvia o sin mayor relevancia que su propia existencia, la cual era mínima para el resto de la sociedad. Clotilde se llamaba, sin lugar a dudas, no hacía honor a su nombre, tan evidente era que, en su primera conversación con otro de los personajes, le cambió, amablemente, el nombre por imbécil, sin mucho éxito para entablar después una relación con ella.
Seguramente Clotilde se pasara las tardes enseñando las tetas por Internet, pero eso a ella le daba igual porque ni conocía a Clotilde ni estaba segura de que existiera. Dudaba seriamente que alguien más conociera ese libro, aunque era obvio que había tenido una publicación de cierto número de ejemplares. Lo colocó en su sección de libros especiales, justo al lado de los que tal vez releería algún día.
Se acercó a la puerta de su piso, se sentó en el suelo frente a ella, agarró la manta del sofá, se la colocó en la espalda, llamó a Rigoberto Volador, y se puso a acariciarlo hasta que se quedó dormido.
Calor y amor era todo lo que necesitaba para el inicio de sus vacaciones.
4 Comentarios Kracovianos:
Que hara la pseudo-gnomo cuando se va de vacaciones?
Creo que es el mejor hasta el momento.
Havok
(me da pereza entrar en la cuenta -.-U)
El intelectual ruso parece un tipo interesante.
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