"El movimiento imperial no surgirá hasta que haya en el mundo un ser capaz de gobernarse a sí mismo"

lunes, 1 de marzo de 2010

III La manchas de gofio no salen fácilmente de un sofá con tapizado esponja de alta densidad

- Nunca te perdonaré que salieras así de mi vida. Las cosas no funcionan así, no en mi mundo.

Jamás tuve una mentalidad de rechazo a los cobardes, la gente cobarde no tiene por que ser mala, no hay nada malo en ser débil, pero siempre que sea para uno mismo, los débiles se hacen fuertes defendiendo a los demás, teniendo claro que es lo que quieren y a quién le prestan su apoyo.

No pido fortaleza ni valentía, pido fidelidad y claridad mental. Las ideas no las quiero para colgarlas del tendedero. Tu no me has dado nada que me sirva así que ya has desaparecido de mi vida, asúmelo y vete, no quiero saber nada de ti, no quiero que me sigas observando cuando salgo y entro de casa, ni que tu vida gire en torno a alguien que te repudia, porque, por consiguiente, te convertirás en uno más de mis tormentos diarios y te juro que podría escribir un puto libro de mil hojas tan sólo con el prefacio de "Los tormentos diarios de una mujer frustrada, atormentada e infeliz y con impulsos destructivos que acabarán, algún día, con el mundo tal y como lo conocemos".

Hazme caso ahora y vete para siempre o te estrangularé aquí mismo con mis guantes de jardinería.

- ¿Ahora te dedicas a amenazar de muerte a la gente?, comentó sarcástico el hombre de la bufanda amarilla.

-Sólo a la gente a la que no conseguí matar en mi primer intento.


Nada más hubo que decir. El hombre de la bufanda amarilla salio del piso sin cerrar la puerta. La mujer pseudo-gnomo se quedó quieta, le habría encantado coger el revólver de debajo de su almohada y perseguir al individuo de la bufanda amarilla por las escaleras, para después pegarle un par de tiros y deshacer el camino a casa a cebarse con helado de gofio, a la vez que se sentaba un sillón pegado a la ventana a ver a la gente pasar por la calle, gente que nada tenía que ver con ella, gente que no se paraba a mirar un poco más arriba de lo que estaba acostumbrada para visualizar por la ventana a una extraña mujer que, con sinceridad, como hacía poca gente, le respondía la mirada, sin que esta acción, que tantas desviaciones de mirada suele provocar, resultase incómoda. Pero, por suerte o por fortuna, era un hecho contrastado que la gente de la calle no se fija en que, por encima de los comercios pegados a la acera, vive gente, y que las ventanas que estos pisos tienen, están llenas de vidas a medio hacer como la de la mujer pseudo-gnomo que nunca había terminado nada de lo que se había propuesto, lo que constituía para ella una razón de peso para que ya no se propusiera nada más allá que seguir respirando y haciendo latir su corazón, tarea compartida con su cerebelo y, por tanto, más fácil de llevar a cabo, con unas posibilidades porcentuales de éxito mucho mayores que las de salir a la calle y hacer algo de provecho.

Pero ni la mujer pseudo-gnomo tenía un revólver bajo su almohada, ni tampoco ganas de correr. Lo único que sabía de los revólver era, y cito textualmente de la Wikipedia que: “por su tamaño y discreción, es el arma preferida de los hombres de negocios”. Las tardes de aburrimiento que habían acontecido años atrás le habían servido para realizar numerosos planes de aniquilación y, evidentemente, cada plan requería de una mínima documentación.

La mujer pseudo-gnomo pensó en ese momento que nunca se sentíría un verdadero hombre de negocios hasta que disparara con uno de esos revólver, lo que le frustró aún más y lo que provocó, a su vez, acelerar el ritmo de las cucharadas de helado de gofio que entraban en su boca: colesterol, grasas, calorías y futuros michelos, lo que le animaba, sin mucha explicación coherente, a seguir engullendo cada vez con más rapidez.

Si algún transeúnte hubiera dedicado cinco segundos a levantar la cabeza y mirar la ventana del piso de la mujer pseudo-gnomo habría atisbado en sus ojos un estado de soledad, penuria y pena, pero, sobre todo, de un fracaso absoluto.

La mujer pseudo-gnomo se dio cuenta, por primera vez en esa tarde, de que la puerta de su apartamento seguía abierta, la dejó tal y como estaba, quizás con algo de suerte algún vecino la encontrara muerta por una indigestión o algo parecido, o quizás sólo hiciera el mayor de los ridículos habiéndose quedado dormida con el helado de gofio derretido encima de su ropa tras una disputa con la persona más importante de la que había sido su vida hasta que, hace escasos años, descubrió que ya no lo era y, por consiguiente, nada de lo que la había constituido lo era tampoco.

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